Otra vez son las 21:11. Esas horas que me persiguen y que saben que no puedo escaparme.
9:11, ya sabes. Como quieras escribirlo.
Escucho cierto nombre por todos lados y no hago más que aspirarle fuerte al tabaco. Me siento poeta sin rumbo. Pero sin falla. Apuesto aquí y algo pasa.
Me gusta recordar todo lo que el mundo me ha enseñado; recordarlo, pero contarlo a los demás también.
Que la despedida nos ha dolido a todos, sí, y qué sorpresa, que de no esperar nada lo obtuvimos todo. Y más.
Que la despedida nos ha dolido a todos, sí, y qué sorpresa, que de no esperar nada lo obtuvimos todo. Y más.
Pareciera que fumar la cajetilla al día es cosa europea, pero en realidad es asunto de quien anda inspirado. Eso digo yo, que me encanta vomitar palabras. Como siempre. O no. Porque he cambiado pero a la vez siento que más bien me he asentado.
Encontré mi sitio, mi rumbo.
Las mismas ganas de abrazar a mi esposo son las que me llevan también a querer explorar nuevos lugares. Sonreír, llorar, todo el mismo día.
Porque eso somos, ¿verdad? Pequeños escritorsillos de pacotilla que intentan plasmar los latidos más furibundos. Vivir hasta el último aliento, vivir para estar ahí, pero como dicen, también para mostrarlo.
Quería un tatuaje, pero las marcas que la gente deja en el alma valen más que mil punzadas esperanzadoras que no van a crear nada sino arte.
Eres arte, mundo. Eres arte y a la vez eres terrible. Terrible porque no permites un segundo sin dolor, sin amor o sin miedo. Y sentir esos tres vejestorios de la historia a la vez no deja ni el mínimo espacio requerido para suspirar.
Por ahora no me queda más que dar otra calada. Espirar. Pensar en el futuro.
En unas horas abrazo a mi esposo.
Mañana, igual y lo llevo a África conmigo.
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