Era a las 21:11 cuando sentía que el mundo se abría, que el humo del cigarro sabía mejor, que el dolor y el deseo eran lo mismo.
Ahora, todo empieza más temprano.
Y anoche soñé con un lugar que no pienso contarle a nadie.
Hoy desperté antes de lo que solía hacerlo, con dos voces pequeñitas pidiendo por “mamá”.
Me dolía la espalda, los ojos me ardían, pero no sentí cansancio.
Sentí fuego.
He pensado mucho en cómo la maternidad me ha roto.
No de la forma dulce y suave que te venden.
Me rompió en mil pedazos filosos y ahora ya no le temo a nada.
Ni a la soledad.
Ni a la madrugada.
Ni a los días de silencio.
Antes quería escribir para ser leída.
Ahora le escribo al viento.
Pero si alguien, en su diario andar, lee esto, que sepa:
No me asusta querer.
No me asusta amar tan fuerte que me tiemble el cuerpo.
No me asusta quedarme sola después.
Porque ya he visto lo peor y he sobrevivido.
Porque ya soy la mujer que no se rompe, la mujer que arde.
Y aunque ya no pienso en el miedo, pienso en el fuego.
En ese fuego que a veces nace en un pensamiento suave,
o en un recuerdo que roza la piel como el viento.
Porque no todo es amor. A veces, solo es la memoria del calor.
Y a veces, recordar también es un tipo de fuego.
Y mientras tanto, aquí estoy, viendo amanecer con ellas,
mis dos pequeñas llamas que me enseñan cada día
que el fuego, cuando es amor, también puede ser hogar.
- C